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................. puntos de inflexión ...

*/ La obediencia a la autoridad ...

<font size=4><strong>*/ La obediencia a la autoridad ...</strong></font>

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Foto publicada en el New Yorker en la que se muestra a un preso Iraki al que le han amenazada que moriría electrocutado si caía de la caja y pisaba el suelo. Hecho ocurrido en la prisión de Abu Ghraib, en lo que era Irak y ahora es una muestra más (no olvidemos Guantanamo) de la impunidad de los Estados Unidos de Bush.
Galería de fotos del New Yorker



 

LOS EXPERIMENTOS DE MILGRAM



¿Podría una persona normal llegar a torturar o asesinar a alguien sólo por obedecer órdenes o tendríamos que llegar a la conclusión de que se trata de un perturbado?
Cuando un psicólogo llamado Milgram trató de responder a esta pregunta, él mismo quedó sorprendido ante los resultados.

Cuando, a finales de los años sesenta, Adolf Eichmann fue juzgado por los crímenes contra la humanidad cometidos durante el régimen nazi, el mundo entero se preguntó cómo era posible que alguien llegara a cometer semejantes atrocidades a millones de personas inocentes. Muchos pensaron que Eichmann tenía que ser un loco o un sádico y que no era posible que fuese como el resto de las personas normales que caminan junto a nosotros cada día por las calles, se sientan en la mesa de al lado en nuestro restaurante o viven en el piso de arriba en nuestro mismo edificio. Sin embargo, nada hacía pensar que Eichmann fuese distinto a los demás. Parecía ser un hombre completamente normal e incluso aburrido. Un padre de familia que había vivido una vida corriente y que afirmaba no tener nada en contra de los judíos. Cada vez que le preguntaban por el motivo de su comportamiento, él respondía con la misma frase: "cumplía órdenes".

A raíz de esto, un psicólogo social norteamericano llamado Stanley Milgram empezó a hacerse preguntas acerca de la obediencia a la autoridad y a plantearse si cualquiera de nosotros seríamos capaces de llegar a la tortura y el asesinato sólo por cumplir órdenes. Él pensaba que la respuesta a esta pregunta sería un rotundo no, sobre todo en un país como Estados Unidos, donde se da gran importancia a la individualidad, la autonomía y la independencia de las personas, y más aún en el caso de que las órdenes implicaran hacer daño a alguien.

Para comprobarlo diseñó un experimento que se llevó a cabo en un laboratorio de la universidad de Yale. Los resultados fueron tan sorprendentes que dejaron boquiabierta no sólo a la comunidad científica, sino también al público en general, que llegó a tener conocimiento de dicho experimento debido a la gran atención que le prestaron los medios de comunicación, llegando a convertirse en el experimento más famoso dentro del campo de la psicología social.

Experimento

A través de anuncios en un periódico de New Haven, Connecticut, Milgram seleccionó a un grupo de hombres de todo tipo de entre 25 y 50 años de edad a quienes pagaron cuatro dólares y una dieta por desplazamiento por participar en un estudio sobre "la memoria y el aprendizaje". Estas personas no sabían que en realidad iban a participar en una investigación sobre la obediencia, pues dicho conocimiento habría influido en los resultados del experimento, impidiendo la obtención de datos fiables.

Cuando el participante (o sujeto experimental) llega al impresionante laboratorio de Yale, se encuentra con un experimentador (un hombre con una bata blanca) y un compañero que, como él, iba a participar en la investigación. Mientras que el compañero parece estar un poco nervioso, el experimentador se muestra en todo momento seguro de sí mismo y les explica a ambos que el objetivo del experimento es comprender mejor la relación que existe entre el castigo y el aprendizaje. Les dice que es muy poca la investigación que se ha realizado hasta el momento y que no se sabe cuánto castigo es necesaria para un mejor aprendizaje.

Uno de los dos participantes sería elegido al azar para hacer de maestro y al otro le correspondería el papel de alumno. La tarea del maestro consistía en leer pares de palabras al alumno y luego éste debería ser capaz de recordar la segunda palabra del par después de que el maestro le dijese la primera. Si fallaba, el maestro tendría que darle una descarga eléctrica como una forma de reforzar el aprendizaje.

Ambos introducen la mano en una caja y sacan un papel doblado que determinará sus roles en el experimento. En el de nuestro sujeto experimental está escrita la palabra maestro. Los tres hombres se dirigen a una sala adyacente donde hay una aparato muy similar a una silla eléctrica. El alumno se sienta en ella y el experimentador lo ata con correas diciendo que es "para impedir un movimiento excesivo". Luego le coloca un electrodo en el brazo utilizando una crema "para evitar que se produzcan quemaduras o ampollas". Afirma que las descargas pueden ser extremadamente dolorosas pero que no causarán ningún daño permanente. Antes de comenzar, les aplica a ambos una descarga de 45 voltios para "probar el equipo", lo cual permite al maestro comprobar la medianamente desagradable sensación a la que sería sometido el alumno durante la primera fase del experimento. En la máquina hay 30 llaves marcadas con etiquetas que indican el nivel de descarga, comenzando con 15 voltios, etiquetado como descarga leve, y aumentando de 15 en 15 hasta llegar a 450 voltios, cuya etiqueta decía "peligro: descarga severa". Cada vez que el alumno falle, el maestro tendrá que aplicarle una descarga que comenzará en el nivel más bajo e irá aumentando progresivamente en cada nueva serie de preguntas.

El experimentador y el maestro vuelven a la habitación de al lado y el experimento comienza. El maestro lee las palabras a través de un micrófono y puede escuchar las respuestas del alumno. Los errores iniciales son castigados con descargas leves, pero conforme el nivel de descarga aumenta, el maestro empieza a escuchar sus quejas, concretamente a los 75 voltios. En este momento el maestro empieza a ponerse nervioso pero cada vez que duda, el experimentador le empuja a continuar. A los 120 voltios el alumno grita diciendo que las descargas son dolorosas. A los 135 aúlla de dolor. A los 150 anuncia que se niega a continuar. A los 180 grita diciendo que no puede soportarlo. A los 270 su grito es de agonía, y a partir de los 300 voltios está con estertores y ya no responde a las preguntas.

El maestro, así como el resto de personas que hacen de maestros durante el experimento, se va sintiendo cada vez más ansioso. Muchos sonríen nerviosamente, se retuercen las manos, tartamudean, se clavan las uñas en la carne, piden que se les permita abandonar e incluso algunos se ofrecen para ocupar el lugar de alumno. Pero cada vez que el maestro intenta detenerse, el experimentador le dice impasible: "Por favor, continúe". Si sigue dudando utiliza la siguiente frase: "El experimento requiere que continúe". Después: "Es absolutamente esencial que continúe" y por último: "No tiene elección. Debe continuar". Si después de esta frase se siguen negando, el experimento se suspende.

Los resultados

Los datos obtenidos en el experimento superaron todas las expectativas. Si bien las encuestas hechas a estudiantes, adultos de clase media y psiquiatras, habían predicho un promedio de descarga máxima de 130 voltios y una obediencia del 0%, lo cierto es que el 62,5 % de los sujetos obedeció, llegando hasta los 450 voltios, incluso aunque después de los 300 el alumno no diese ya señales de vida.

Por supuesto, aquí es necesario añadir que el alumno era en realidad un cómplice del experimentador que no recibió descarga alguna. Lo que nuestro ingenuo participante escuchaba era una grabación con gemidos y gritos de dolor que era la misma para todo el grupo experimental. Tampoco se asignaba el papel de maestro o alumno al azar, ya que en ambas hojas estaba escrita la palabra maestro. Sin embargo, estas personas no supieron nada del engaño hasta el final de experimento. Para ellos, los angustiosos gritos de dolor eran reales y aún así la mayoría de ellos continuó hasta el final.

Lógicamente, lo primero que se preguntaron los atónitos investigadores fue cómo era posible que se hubiesen obtenido estos resultados. ¿Eran acaso todos ellos unos sádicos sin corazón? Su propia conducta demuestra que esto no era así, pues todos se mostraban preocupados y cada vez más ansiosos ante el cariz que estaba tomando la situación, y al enterarse de que en realidad no habían hecho daño a nadie suspiraban aliviados. Cuando el experimento terminaba muchos se limpiaban el sudor de la frente, movían la cabeza de un lado a otro como lamentando lo ocurrido o encendían rápidamente un cigarro. Tampoco puede argumentarse que no fuesen del todo conscientes del dolor de las otras personas, pues cuando al finalizar el experimento les preguntaron cómo de dolorosa pensaban que había sido la experiencia para el alumno, la respuesta media fue de 13,42 en una escala que va de 1 (no era dolorosa en absoluto) a 14 (extremadamente dolorosa).

Paso a paso hasta la tortura

Los participantes comenzaron aplicando descargas leves de 15 voltios, que no suponían más que una simple molestia. Después, un poco más, aumentando gradualmente la intensidad de la descarga. Esta secuencia también contribuía a que los sujetos se viesen inmersos en la trampa de la obediencia. Además, llegaron engañados, sin que jamás se les hubiese pasado por la cabeza que acabarían haciendo tanto daño a alguien. Tampoco imaginaban que el alumno cometería tal número de errores al hacer algo tan sencillo (esto también estaba amañado de antemano), ni que las descargas llegarían a ser tan fuertes. Por otro lado, los participantes habían accedido a participar voluntariamente y, por tanto, habían reconocido al experimentador como autoridad legítima, y el hecho de haber obedecido durante las primeras fases podía estar empujándolos a continuar haciéndolo.

La explicación

Según Milgram, lo que sucedió fue que los sujetos entraron en lo que él llamó "estado de agente", caracterizado por el hecho de que el individuo se ve a sí mismo como un agente ejecutivo de una autoridad que considera legítima. Aunque la mayoría de las personas se consideran autónomas, independientes e iniciadoras de sus actos en muchas situaciones, cuando entran en una estructura jerárquica pueden dejar de verse de ese modo y descargar la responsabilidad de sus actos en la persona que tiene el rango superior o el poder. Recordemos que los individuos del experimento accedían voluntariamente a realizarlo, aunque en ningún momento les dijeron que estarían en una situación en la que tendrían que obedecer órdenes. Tampoco era necesario. La estructura social del experimento activaba con fuerza una norma social que todos hemos aprendido desde niños: "Debes obedecer a una autoridad legítima", entre ellos los representantes de instituciones universitarias y científicas (o los profesores en los colegios), policías, bomberos, oficiales de mayor rango en el ejército, etc. Cuando el sujeto entra libremente en una organización social jerárquica, acepta, en mayor o menor medida, que su pensamiento y sus actos sean regulados por la ideología de su institución.

Para obedecer, por tanto, la autoridad debe ser considerada legítima. En los experimentos de Milgram la figura de autoridad se reconocía fácilmente, como sucede en muchas situaciones de la vida real: científicos y médicos llevan batas blancas, los policías y los bomberos llevan uniformes, etc. Todos estos símbolos son capaces de activar la norma de obediencia a la autoridad.

Por este motivo, Eichmann repetía continuamente que sólo obedecía órdenes. Se consideraba parte del aparato técnico no pensante, sin tener en cuenta la posibilidad de que podría o debería controlar su propia conducta y ser responsable de ella. Por otra parte, cuando los individuos creen que ellos, y no la autoridad, son los únicos responsables de sus actos, la obediencia cede.

Sin embargo, no todo el mundo responde de la misma forma ante la autoridad. Algunos piensan que todos los ciudadanos deben obediencia ciega a una autoridad legítima. Según estas personas, los subordinados no son responsables de su propia conducta cuando obedecen órdenes. Otros, en cambio, creen que las personas siempre son responsables de sus actos y al encontrarse ante una autoridad que les da órdenes que van contra sus propios valores, se resisten a obedecer.

Pero estos no son los únicos factores que intervienen en la explicación de los hechos. Cada vez que el maestro protestaba, el experimentador centraba su atención en la norma de la obediencia: "el experimento exige que continúe", "no tiene elección", y su calma ante el sufrimiento del alumno y ante las dudas del maestro, parecían indicarle a este último que, en esa situación, la conducta apropiada era obedecer por el bien del experimento, por fines superiores como la ciencia y el conocimiento.

Aún así, otra norma social que también habían aprendido estas personas desde su infancia les recordaba que no se debe hacer daño a los demás y que debemos prestarles nuestra ayuda cuando la necesiten. Este dilema les producía una gran ansiedad porque sabían que no estaban haciendo nada para aliviar el sufrimientos de esas personas. Milgram había logrado resaltar la norma de la obediencia y la situación incitaba a los maestros a prestar menos atención a la norma de ayuda a los demás (o responsabilidad social). Pero, ¿qué pasa cuando acentuamos la norma de la responsabilidad social? Como hemos visto, cuanto más próxima está la víctima al individuo, como cuando tenían que sujetar su mano sobre la placa, menor es la obediencia. Del mismo modo que la persona que espía por el ojo de una cerradura se llena de vergüenza al ser descubierta, el individuo que mira a los ojos de su víctima mientras le aplica la descarga, se ve reflejado en ella; las consecuencias de sus actos son demasiado evidentes, el nexo entre acción y consecuencia es palpable y los ojos de su víctima son el espejo en el que se refleja su propio rostro y lo hace más consciente de sí mismo y, por tanto, de sus actos, lo que lleva a un aumento de su sensación de responsabilidad ante ellos. Esto hace que la norma de responsabilidad social tenga más poder que la de la obediencia.

Por este motivo, es mucho más fácil firmar un papel decretando la muerte de una persona, tirar una bomba desde un avión o apretar un botón que lance un misil en dirección a un país vecino, que torturar o matar a alguien directamente. Según cuentan algunos testigos, el mismo Eichmann se vino abajo cuando se vio forzado a recorrer los campos de concentración en los que había ordenado encerrar a tanta gente. Probablemente, una persona que se considerase plenamente responsable de sus actos se habría preocupado por saber, al menos, cuál sería el verdadero destino de esas personas y qué era lo que realmente estaba haciendo con ellas.

 

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